jueves, 19 de septiembre de 2013

El Alma de la Diosa

Allá, en los albores de la vida, ya había aparecido en el mundo. Seguramente había liderado alguna tribu con amor maternal, cuidando de sus niños y jóvenes. La imagino jugando traviesa confundiéndose con ellos y levantándolos con amor en cada caída. Casi la puedo ver guiando su crecimiento con sabiduría y una rigidez casi paterna sobre sus protegidos, siendo responsable de una generación soberbia de humanos que pronto se mezclarían con el resto del mundo para sembrar las semillas de amor que su madre les había inculcado.

Luego de su partida se levantarían piedras memoriales y tótems sobre su tumba pero su alma seguiría en la tierra velando por sus hijos y sus nietos. Las generaciones siguientes la recordarían como “la diosa madre” y se encomendarían a ella, a su amor.
Pero ella sentía su alma incompleta a pesar de haber dejado su legado en la tierra tal como lo deseaba y eso estaba bien. Aún así no estaba conforme y decidiría dar un viaje estelar en busca de una respuesta, de un motivo para que el fuego de su alma flameara con esa fuerza que tenía. Y su alma divina se desplegó. Se conectó con la naturaleza y dobló el tiempo y el espacio. Viajó por el multiverso guiada tan solo por las vibraciones de otras almas que se encontraban en los distintos rincones del espacio. Almas que estaban dispersas, solitarias como la suya y que tampoco daban sentido a su propio fuego interior. Muchas de ellas se quedaban estáticas y podía ver como su energía se consumía poco a poco hasta extinguirse. La diosa lloraba con una tristeza profunda cada vez que veía un alma desintegrarse, que se dejaba morir en su propia melancolía. Así quedaban sus brillantes lágrimas flotando en el espacio formando nebulosas y fulgurantes cúmulos de estrellas, como testimonio de su paso.

Reencarnaría en una gran variedad de razas que desarrollaban la cultura viva de los diversos planetas ubicados en toda la extensión del multiverso. Encontró especies similares al hombre y otras totalmente distintas. Encontró en todas ellas un cuerpo huésped que le enseñaría sobre su cultura y sus ideas de la vida y el amor. Ella aprendería de todas ellas. De las razas de comportamiento individual, como el hombre, aprendió sobre el egoísmo y la intolerancia y de su esfuerzo y esperanza por sentirse parte del otro. Asimiló a las especies comunales, que se comportaban como un enjambre, y su visión de solidaridad, del trabajo en equipo y de su esfuerzo y fé por amarse a sí mismos. También aprendió de los seres simbióticos en su dificultad por hacer convivir dos especies distintas y de la resolución de conflictos que los llevarían a un nivel superior. Los seres etéreos sin forma física, pero de esencia distinta a las almas, admiró su capacidad de valorar los sentimientos y el amor absoluto.

Vivió una larga cosmogonía en busca de la respuesta. O de la pregunta. Ni siquiera lo sabía, pero estaba segura que se presentaría en toda su magnitud y claridad cuando llegara el momento preciso.

Después de catorce mil vidas fue cuando la diosa decidió tomar un descanso y sentarse en una constelación a meditar sobre su destino, ya desalentada por su esfuerzo poco fructífero. Pensó que tal vez la respuesta no existía y que su inconformidad pasaba por un conflicto interno que no tenía nada que ver con el multiverso ni de las demás almas. Por fin comprendió a las almas que dejaban apagar su propia llama y deseó ser como ellas y dejar por fin esta realidad sin sentido. Pero de pronto percibió algo distinto en el entorno. Una vibración distinta se transmitió por el multiverso y todas las almas empezaron a migrar a un mismo punto. Algo estaba sucediendo.

Su viaje había sido muy largo y había durado muchos siglos. Había estado en tantos lugares y había reencarnado en tantos seres vivos que había olvidado las raíces de su mundo natal. Y sin saberlo siguió a todas esas almas que se movían a aquél lugar, la misma tierra que había encendido por primera vez el fuego de su alma. Esta vez si estaba segura que un gran evento ahí sucedería y que ahí se encontraría con su respuesta. Su motivo.

Entonces quiso disfrutarlo en forma pura y olvidó. Reencarnó en una vida desde su concepción. Una hermosa niña que se criaría en el seno de una numerosa familia, un clan como el de sus inicios. “Marlen” fue el nombre elegido y crecería enfrentando con fortaleza y amor los desafíos de un mundo que se prepara para vivir momentos culmines, junto con personas que creería conocer “de antes”, quizás de otras vidas o de otros lugares del universo y que se han reunido aquí.

Actualmente ella aún llora por las almas desintegradas y a menudo mira al cielo que le da señales de que alguna vez estuvo ahí. De hecho las estrellas se agitan de alegría ante su presencia y el recuerdo de sus lazos. Saben que algún día volverá a posarse en ellas como la más brillante del cielo.

Yo soy otra alma. Una que también ha olvidado y que recién está reconociendo su propia esencia cuando ha conocido a su “diosa”. Aquella que ha despertado el sentimiento primigenio en su interior, aquella que ha despertado su conciencia y ha abierto su corazón. Aquella que le ha hecho sentir los sentimientos más bellos y poderosos de su existencia haciendo arder esa llama interna a niveles insospechados. La que ha querido que trascendamos juntos por el resto de nuestra existencia como almas simbiontes. Que sean capaz de ser felices en todos los planos y dimensiones y que desean transmitir y gritar ese amor al infinito.

Ella piensa que yo le he dado sentido a su existencia y que he llegado para salvarla. Pero es mentira. Ella me ha salvado a mi.